En el corazón productivo de Guatemala, donde el comercio, la caña de azúcar y el transporte deberían ser motores de desarrollo, la población vive bajo la sombra de un enemigo silencioso y constante: la extorsión. Este delito, que se ha convertido en un negocio criminal altamente rentable para grupos delictivos, está dejando cicatrices profundas en la economía y en el tejido social del departamento, la prueba de ello el atentado que sufriera hoy un bus en plena mañana de este jueves en la Terminal del sur.
Transportistas, comerciantes, dueños de pequeños negocios y hasta familias trabajadoras reciben llamadas amenazantes en las que se les exige el pago de una “cuota” a cambio de no ser víctimas de violencia. Muchos lo llaman un “impuesto paralelo”, uno que no se puede evadir y que no financia servicios, sino que engorda las arcas del crimen organizado.
“El que no paga, corre el riesgo de perderlo todo, incluso la vida”, relata bajo anonimato un comerciante de la cabecera departamental. “Vivo con la angustia de que mi familia pueda ser blanco de los extorsionistas. Trabajamos solo para sobrevivir y pagarles” relató otro vecino escuintleco.
El impacto económico es devastador. En Escuintla, considerada la capital industrial del país por su actividad agrícola y portuaria, decenas de pequeños negocios han cerrado sus puertas. El transporte público, vital para miles de familias, ha sido uno de los sectores más golpeados: asesinatos de pilotos, amenazas constantes y la imposición de pagos diarios han generado un clima de terror que repercute directamente en la movilidad y en el costo del servicio.
Según datos de autoridades locales, muchos emprendedores prefieren migrar o cambiar de giro antes que seguir siendo víctimas. El resultado: menos inversión, desempleo y una economía local estancada.
Para la población, el miedo se ha convertido en parte de la rutina. Padres que no saben si sus hijos estarán seguros al tomar un bus, comerciantes que cierran más temprano para evitar riesgos y comunidades enteras que desconfían de extraños. “Aquí se vive con la desconfianza permanente, como si siempre hubiera alguien vigilando”, comenta una vecina de Tiquisate.
El flagelo de la extorsión no solo erosiona la economía, también rompe la tranquilidad de la vida diaria. En lugar de enfocarse en crecer o mejorar, la gente dedica energías a sobrevivir, a cuidarse y a pagar una deuda impuesta por la violencia.
Aunque las autoridades han intensificado operativos y capturas, la población percibe que el problema es estructural y requiere medidas más profundas: mejor inteligencia policial, justicia efectiva y programas sociales que ataquen las raíces de la criminalidad.
Mientras tanto, Escuintla sigue siendo un reflejo de la paradoja guatemalteca: tierra de oportunidades y trabajo duro, atrapada por el peso de la violencia y la extorsión. Para muchos de sus habitantes, el futuro no se mide en proyectos de crecimiento, sino en la esperanza de poder vivir un día más sin recibir esa llamada que tanto temen.
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